Olas de esperanza
Todos sabían que Pegaso , que así se llama nuestro personaje, desde aquel
día en que encontró aquel libro de tapas verdes lleno de hojas acurrucadas que
se escondían del frío aire, no había sido el mismo. Abandonó sus juegos como
si, de repente, hubieran perdido el interés con el que se acercaba a ellos
hasta entonces; de hecho, perdió el interés por todas las cosas que le hacían
sonreír hasta ese momento que se le apareció disfrazado de luminoso
interrogante.
- Oye Pegaso , ¿ Qué hay de interesante en
ese espejo?
¿ Donde ves el mar, Pegaso, ¿ Yo no lo veo. Solo te veo a ti en ese espejo.
- No está en el espejo, Está en mis ojos
marrones. ¿ No lo veis?
Aquella respuesta tuvo como consecuencia
un entrecruzar cómplice de miradas entre todos los que miraban a Pegaso. Al
poco todos, poco a poco, se fueron marchando entre rumores al viento que
llevaban los nombres de lástima y locura.
Pegaso se quedó sólo. Casi
lo agradeció porque volvió a su dedicación febril de mirarse los ojos de mar a
través del espejo.
El caso es que por
casualidades de la vida, - la vida es siempre una casualidad-, la familia de
Pegaso pudo por primera vez a ver el mar. No podríais imaginar la ilusión con
la que Pegaso esperaba ver el auténtico mar que él veía reflejarse en sus ojos.
Durante el viaje pudo sentir su corazón acelerado palpitando al compás del paso
de los kilómetros que apuntaban a aquel deseado sueño. Al fin llegaron. Pegaso
había cerrado los ojos y pensaba, en un ritual aprendido en tantas tardes de
sueños, sólo abrirlos cuando el mar estuviera tan cerca que su vista pudiera
ser contemplada con esa pasión que tienen los sueños infantiles. De pronto oyó
una voz que le decía:
- Ya puedes abrirlos. Ahí está el mar. Ahí
esta tu mar.
Al cabo de unos días, de
vuelta en casa, Sus amigos observaron como Pegaso pasaba las horas y los días
tumbado en el suelo, de espaldas a aquel espejo que antes tanto abrazara, entre
una nube negra de melancolía. Entre sus manos siempre aquel libro que
encontrara en una esquina un día de aparente primavera.
Al poco fue que Pegaso
murió, dicen que de enfermedad, aunque el viento siempre, intuitivo y sabio,
adivinó que fue de pena y tristeza. Sus amigos recogieron de sus frágiles manos
aquel libro que tenía marcada una cita. Decía así:
Tienes el color del mar,
el color de tibia y
delicada arena
con la que los sueños
sueñan alcanzar
perfiles rotos de
esperanza con la que se sueña.
Y cuentan las estrellas en las noches de
su ocaso, allí donde se suicidaron los cometas ahogados en su propia luz, que
Pegaso aún surca el cielo buscando un pedazo de azul con el que cambiar el
color de sus ojos y así poder en algún espejo de algún loco cristal de lucero,
poder besar la esperanza que se esconde en la música de las olas y corrientes
del mar cuando el horizonte alcanza el viento amargo de la soledad.
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