Olas de esperanza


Olas de esperanza

 

 

Todos sabían que Pegaso , que así se llama nuestro personaje, desde aquel día en que encontró aquel libro de tapas verdes lleno de hojas acurrucadas que se escondían del frío aire, no había sido el mismo. Abandonó sus juegos como si, de repente, hubieran perdido el interés con el que se acercaba a ellos hasta entonces; de hecho, perdió el interés por todas las cosas que le hacían sonreír hasta ese momento que se le apareció disfrazado de luminoso interrogante.

 
            Quienes le conocían lo observaban con disimulado interés. Con vistas aparentemente perdidas estudiaban sus pasos y sus miradas. Así notaron que Pegaso pasaba tiempos perdidos ante un espejo que, abandonado, jugaba con los rayos del sol cuando la tarde besaba aquel cristal del mundo escondido. Al principio moderaron su curiosidad pero con el paso de los días cuando esta invadió sus corazones consiguieron tomar la fuerza suficiente y se acercaron para preguntarle con tono aparentemente desinteresado:

 
      - Oye Pegaso , ¿ Qué hay de interesante en ese espejo?

       - Veo el mar- respondió Pegaso de forma automática y sin dejar de apartar sus ojos de aquel espejo. .

           
           Sus amigos quedaron asombrados. ¿ Estaría loco?, Pero si él nunca había visto el mar. Y, ¿ cómo ver el mar a través de un espejo en el que sólo se retrataban paisajes áridos y rutinariamente conocidos? ¿ Acaso se estaba burlando de ellos? Uno de ellos, el más reflexivo , es decir el más ignorante, quiso averiguarlo y preguntó, decidido, :

 
¿ Donde ves el mar, Pegaso, ¿ Yo no lo veo. Solo te veo a ti en ese espejo.

 
Pegaso abandonó por un instante su mirada fija en el espejo, se giró y mirando fijamente a quien le había preguntado, le respondió:

 
      - No está en el espejo, Está en mis ojos marrones. ¿ No lo veis?

 
Aquella respuesta tuvo como consecuencia un entrecruzar cómplice de miradas entre todos los que miraban a Pegaso. Al poco todos, poco a poco, se fueron marchando entre rumores al viento que llevaban los nombres de lástima y locura.


            Pegaso se quedó sólo. Casi lo agradeció porque volvió a su dedicación febril de mirarse los ojos de mar a través del espejo.

 
            El caso es que por casualidades de la vida, - la vida es siempre una casualidad-, la familia de Pegaso pudo por primera vez a ver el mar. No podríais imaginar la ilusión con la que Pegaso esperaba ver el auténtico mar que él veía reflejarse en sus ojos. Durante el viaje pudo sentir su corazón acelerado palpitando al compás del paso de los kilómetros que apuntaban a aquel deseado sueño. Al fin llegaron. Pegaso había cerrado los ojos y pensaba, en un ritual aprendido en tantas tardes de sueños, sólo abrirlos cuando el mar estuviera tan cerca que su vista pudiera ser contemplada con esa pasión que tienen los sueños infantiles. De pronto oyó una voz que le decía:

 
      - Ya puedes abrirlos. Ahí está el mar. Ahí esta tu mar.

 
           Pegaso abrió los ojos. Si tú hubieras estado allí hubieras visto como el asombro en los ojos de Pegaso se convirtió en tristeza y al poco esta en desolación. Pegaso agachó la cabeza para ocultar cien tímidas lágrimas que resbalaban por el cauce de sus ojos y no dijo ni una sola palabra. En vano le preguntaron qué le pasaba, Sólo los sollozos y el silencio fueron, amantes, sus respuestas.

 
            Al cabo de unos días, de vuelta en casa, Sus amigos observaron como Pegaso pasaba las horas y los días tumbado en el suelo, de espaldas a aquel espejo que antes tanto abrazara, entre una nube negra de melancolía. Entre sus manos siempre aquel libro que encontrara en una esquina un día de aparente primavera.

 
            Al poco fue que Pegaso murió, dicen que de enfermedad, aunque el viento siempre, intuitivo y sabio, adivinó que fue de pena y tristeza. Sus amigos recogieron de sus frágiles manos aquel libro que tenía marcada una cita. Decía así:

 
            Tienes el color del mar,

 
            el color de tibia y delicada arena

 
            con la que los sueños sueñan alcanzar

 
            perfiles rotos de esperanza con la que se sueña.

  

Y cuentan las estrellas en las noches de su ocaso, allí donde se suicidaron los cometas ahogados en su propia luz, que Pegaso aún surca el cielo buscando un pedazo de azul con el que cambiar el color de sus ojos y así poder en algún espejo de algún loco cristal de lucero, poder besar la esperanza que se esconde en la música de las olas y corrientes del mar cuando el horizonte alcanza el viento amargo de la soledad.

 

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