Camino de vuelta
La
vista serpentea la calle solitaria mientras la lluvia agudiza el sabor de las
lágrimas en la noche. Nada tiene sentido. Ni los besos que apuramos como ciegos
ante el alba, ni las palabras de amor con las que bebimos el amanecer de cada
uno de nuestros mañanas, ni este paseo estrangulado por los recuerdos, por
nuestros recuerdos.
Las
horas se empujaban en un baile perdido entre la distancia. Todo me recordaba a
un ayer perdido en ese juego de espejismo al que llamamos vida. En ese compás
absurdo los recuerdos asaltaban las esquinas de las calles y los bordes de las
aceras susurraban canciones de amor imposibles a la oscuridad que los pintaba. Elevé
la vista por un momento. Quizá absurdamente, quizás por un instinto asesinado
ensayé buscar entre mi niebla el azul de un abismo insondable, pero sólo una
sonrisa amortajada respondió al quejido
de mi insistencia. Nada restaba para huir. Ni una caricia por dibujar, ni un
nombre que diera sentido al resto de mis nombres, ni un sonido que acallara
este silencio inacabable. Nada.
Sin
embargo, algo removió la última gota de sangre capaz de amotinar las autopistas
del deseo. La angustia de la nada, el hedor del vacío en la mochila dejo paso
al imparable poder de la ruina del dolor, del espasmo final del sufrimiento. Todo
era mío: la noche, el dolor, el ocaso del deseo, el moribundo frenesí de un
final implacable. Nada, pues, podía herirte, nada podría ya abandonarte dejándo
el alma rota entre los dedos. El dolor eras tú, el hambre del vacío eras tú, la
nada eras tú. Y nada era más impenetrable e infinito que la nada.
Bajé de nuevo los ojos a la oscuridad del
camino. Allí estaba mi reino mi alma. El resto quedaba fuera, en una luz de
neones fluorescentes. El silencio me sonrió. Le devolví melancólico la sonrisa.
Más allá brillaba el abismo de los versos y sus poemas.